La literatura nuestra, la que se adentra en nuestras venas, la que está en nuestros huesos, en nuestra sangre, en nuestras raíces, es la que proviene de nuestra identidad hispana y del pujante mestizaje de sangre indígena. Y esta literatura se caracteriza esencialmente por una cosa; por poner los pies sobre la tierra, por no perderse en el idealismo anglosajón que se ha extendido como un cáncer por todo el mundo, y que ha invadido finalmente toda la tierra. Basta con ver un poco de cine o televisión para toparnos con esa patulea infecta de superhéroes imaginarios: James Bond, Superman, Batman, el Hombre Araña, Thor, la Mujer Maravilla o el capitán América, subproductos tóxicos de esa falacia supremacista, que insulta la inteligencia con sus superhéroes de origen nórdico, que salvan a la Tierra de cataclismos y desastres universales.
En contrapartida a ello, El imperio de las maravillas nos arrastra de forma deliberada del idealismo que sugiere el título, a un mundo real, hecho de tierra, con personas de carne y hueso. La autora empieza por el final, cuando ya todos los hechos se han consumado y lo único que queda de todo ello es una mujer sola, que está pintando su casa toda de blanco, y que mientras pinta nos lleva de mano de sus recuerdos a reconstruir una aventura de heroísmo y grandeza de alma, pero también de miserias humanas y flaquezas ruines.
Mediante la técnica de recconto (o recuento), el lector se encontrará de súbito en un mundo rústico, en la estrechez de una cabaña campesina, asaz modesta, que se levanta humilde en medio de un soledoso campo de labranzas, al que solo los ojos inocentes de la protagonista, todavía niña, confiere la belleza de un paraíso, y a su pobre cabaña, la estatura de un palacio principesco. Sin embargo, por más inocente que resulte esa mirada, la realidad ronda el paraíso como una serpiente. En efecto, cuando la niña se transforme en una mujer, ya no verá más los lugares pobres como palacios, sino que, partiendo de esas realidades de miseria, transformará esos tugurios en lugares dignos, a fuerza de voluntad y de trabajo.
De este modo, El imperio de las maravillas nos propone un viaje a la inversa en todos los sentidos: en lugar de un ascenso vertiginoso hacia las estrellas, plantea un descenso en picada hacia el mundo real; en vez de idealizar las facultades sobrenaturales de una Mujer Maravilla, nos presenta las limitaciones de una
joven campesina que cuenta solamente con las humildes armas de su entereza, su coraje y su constancia. Ya el nombre de la heroína, Soledad, contrapone en sí mismo estas dos tendencias, la del idealismo, versus la cruda realidad. En efecto, si nos fijamos bien en el nombre de la heroína, escogido con inteligencia por la autora, no solo que nos resulta eufónico, sino que sutilmente contrasta en sí estos dos mundos: Sol, diminutivo de Soledad, insinúa luz, calor, potencia, altura, dominio del astro rey; pero Soledad, el nombre real, sugiere por el contrario apartamiento, abandono, opacidades, desamparo. Así, el nombre de la protagonista es el compendio de la dura realidad que deberá enfrentar día tras día, al confrontar sus sueños con el entorno que la rodea, quedándole siempre un sabor de lágrimas, incluso tras sus triunfos y sus satisfacciones personales.
Y a esto es lo que nos referíamos desde el principio: hablamos de identidad, de esencia vital, de hondas raíces, no hablamos de ensueños. El mundo hispano, del cual venimos, siempre buscó el bien, la verdad y la belleza, no por medio de idealismos afectados, evanescentes, sino tomando la cruz de cada día. Nuestra herencia asume la realidad tal como es, teniendo siempre en mente el bien común, según los datos que le proporcionan los sentidos. Así, la asunción de la realidad es, en el Imperio de las maravillas, la fuerza que vence el desamor, la envidia, los falsos prejuicios, para triunfar de todo ello incluso a riesgo de acabar con el alma hecha jirones.
En los nueve capítulos de la novela, cada uno precedido por un título poético, sugerente, el lector se verá arrastrado por una fuerza irresistible que ha de involucrarle en la historia que está leyendo, aunque no quiera. Pese a saber que las cartas están echadas, por el hecho de tratarse de una novela autobiográfica, sin embargo, el lector se olvidará de todo ello y le gritará a cada momento a la heroína: ¡Cuidado! ¡No hagas eso! ¡No te apresures! ¡Ojo con aquello! ¡Piénsalo bien!
Pero Soledad Castañeda, la heroína, ya tiene metido entre ceja y ceja lo que ha de hacer, no tanto por estar segura de lo que hace, sino porque la vida le obliga a cada momento a decidir sobre la marcha, aun a riesgo de perder la apuesta, de equivocarse. Y claro que se habrá de equivocar la Soledad, y no pocas veces, pero así es la vida, hecha de voluntad y barro pobre. Y quizá sea ese, a mi juicio, el logro más subido de la novela: la evolución de los personajes, algo que es muy difícil de lograr en literatura: personas de carne y hueso que en un principio nos podrán parecer crueles, terribles, duras, con el pasar de los años va asomando su interior bueno, sabio, prudente; y por el contrario, otros asomarán desde el comienzo con sus encantos, pero los roces de la vida y el desgaste de los años descubrirá pronto su interior de miseria, de estrechez de alma, de egoísmo. Solo una mirada miope querrá ver en estas páginas una proclama
feminista. Nada más lejos de la realidad que aquello: no hay idealismos de clase en esta novela; no se idealiza a la mujer por el hecho de ser mujer, ni se demoniza al hombre por ser hombre, sino que el hombre y la mujer aparecen siempre en una constante y perfectible complementariedad, que no exime a nadie de sus responsabilidades personales.
Para terminar este breve análisis solo diremos que, sin necesidad de aspavientos filosóficos ni vanas pretensiones académicas, Judit Ruiz ha conseguido con las herramientas de la sola cotidianidad la envidiable altura de una novela bien lograda, que curiosamente es al mismo tiempo un librito de andar por casa, que engancha desde el inicio, que conmueve, que apasiona, que entretiene, que divierte, que alecciona, que envuelve entrañablemente a quien lo lee.
Análisis de El imperio de las maravillas, por Luis Salvador Jaramillo.