Los rostros de Ecuador se apagan cada noche, uno por uno, a medida que la crisis energética nos toca la puerta con un mensaje claro: la naturaleza cobra sus deudas. ¿Nos habíamos preparado para esto? Parece que no. Las hidroeléctricas, la columna vertebral de nuestro suministro eléctrico, se encuentran en su punto más débil, arrastradas por el estiaje, un fenómeno que nos recuerda cómo el agua regula el pulso de nuestras vidas más allá de lo evidente.
Este año, los niveles de los embalses que alimentan nuestras hidroeléctricas han disminuido drásticamente. Sin lluvias, sin reservas. Y sin electricidad suficiente, la vida cambia. Las aulas, locales comerciales y los hogares sienten el peso de esta crisis, especialmente los jóvenes estudiantes que, en lugar de enfocarse en resolver fórmulas, ahora deben resolver cómo estudiar sin la tecnología que ha sido su compañera diaria. Imaginemos a un joven universitario, acostumbrado a estudiar en línea, a trabajar en plataformas virtuales y a investigar al instante en internet; hoy, quizás, esté buscando una vela para alumbrarse y repasar lo poco que pudo descargar mientras había conexión.
La situación es crítica, y aunque los generadores térmicos intentan suplir la demanda de electricidad, no son una solución sostenible. El costo es alto, tanto en términos económicos como medioambientales. Y mientras nuestros líderes buscan respuestas, el día a día de los ecuatorianos se hace más difícil.
Los estudiantes son los más afectados: aulas a oscuras, bibliotecas con tiempos limitados de luz, y hogares donde la cena llega acompañada de un apagón. Hoy, jóvenes ecuatorianos están adaptándose a la oscuridad, reorganizando su tiempo, y redescubriendo lo que significa estudiar a la luz de las velas. Se ha dicho que la tecnología debe ser una herramienta para la educación, pero, ¿qué ocurre cuando esa herramienta falla? A pesar de los desafíos, vemos estudiantes ecuatorianos organizándose: en grupos que comparten recursos, en horarios reprogramados para aprovechar las horas de luz, y en un esfuerzo colectivo para no dejarse vencer.
La pregunta queda abierta: ¿podemos aprender de esta experiencia? Nos encontramos en un momento crucial para repensar nuestro compromiso con el medio ambiente y nuestra infraestructura. Las velas, esos testigos de una época en la que nuestros abuelos vivían, hoy vuelven a aparecer. La oscuridad se convierte en una metáfora de nuestra responsabilidad pospuesta y de las decisiones que no tomamos a tiempo.
Quizás, en esta crisis, encontremos la oportunidad de corregir el rumbo, de que esta no sea una vuelta al pasado, sino un despertar para un futuro sostenible.
Víctor Benítez.